La higiene
en la historia
• Del esplendor del Imperio al dominio de los “marranos”
Curiosamente,
en la Antigüedad los seres humanos no eran tan “sucios”. Conscientes de la
necesidad de cuidar el cuerpo, los romanos pasaban mucho tiempo en las termas
colectivas bajo los auspicios de la diosa Higiea, protectora de la salud, de
cuyo nombre deriva la palabra higiene. Esta costumbre se extendió a Oriente,
donde los baños turcos se convirtieron en centros de la vida social, y pervivió
durante la Edad Media. En las ciudades medievales, los hombres se bañaban con
asiduidad y hacían sus necesidades en las letrinas públicas, vestigios de la
época romana, o en el orinal, otro invento romano de uso privado; y las mujeres
se bañaban y perfumaban, se arreglaban el cabello y frecuentaban las
lavanderías. Lo que no estaba tan limpio era la calle, dado que los residuos y
las aguas servidas se tiraban por la ventana a la voz de “agua va!”, lo cual
obligaba a caminar mirando hacia arriba.
• Vacas, caballos, bueyes dejaban su “firma” en la calle
Pero para lugares inmundos, pocos como las ciudades europeas de la Edad
Moderna antes de que llegara la revolución hidráulica del siglo XIX. Carentes
de alcantarillado y canalizaciones, las calles y plazas eran auténticos
vertederos por los que con frecuencia corrían riachuelos de aguas servidas. En
aumentar la suciedad se encargaban también los numerosos animales existentes:
ovejas, cabras, cerdos y, sobre todo, caballos y bueyes que tiraban de los
carros. Como si eso no fuera suficiente, los carniceros y matarifes
sacrificaban a los animales en plena vía pública, mientras los barrios de los
curtidores y tintoreros eran foco de infecciones y malos olores.
La Roma antigua, o Córdoba y Sevilla en
tiempos de los romanos y de los árabes estaban más limpias que Paris o
Londres en el siglo XVII, en cuyas casas no había desagües ni baños. ¿Qué
hacían entonces las personas? Habitualmente, frente a una necesidad imperiosa
el individuo se apartaba discretamente a una esquina. El escritor alemán Goethe
contaba que una vez que estuvo alojado en un hostal en Garda, Italia, al
preguntar dónde podía hacer sus necesidades, le indicaron tranquilamente que en
el patio. La gente utilizaba los callejones traseros de las casas o cualquier
cauce cercano. Nombres de los como el del francés Merderon revelan su antiguo
uso. Los pocos baños que había vertían sus desechos en fosas o pozos negros,
con frecuencia situados junto a los de agua potable, lo que aumentaba el riesgo
de enfermedades.
• Los excrementos humanos se vendían como abono
Todo se
reciclaba. Había gente dedicada a recoger los excrementos de los pozos negros
para venderlos como estiércol. Los tintoreros guardaban en grandes tinajas la
orina, que después usaban para lavar pieles y blanquear telas. Los huesos se
trituraban para hacer abono. Lo que no se reciclaba quedaba en la calle, porque
los servicios públicos de higiene no existían o eran insuficientes. En las
ciudades, las tareas de limpieza se limitaban a las vías principales, como las
que recorrían los peregrinos y las carrozas de grandes personajes que iban a
ver al Papa en la Roma del siglo XVII, habitualmente muy sucia. Las autoridades
contrataban a criadores de cerdos para que sus animales, como buenos omnívoros,
hicieran desaparecer los restos de los mercados y plazas públicas, o bien se
encomendaban a la lluvia, que de tanto en tanto se encargaba arrastrar los
desperdicios.
Tampoco las
ciudades españolas destacaban por su limpieza. Cuenta Beatriz Esquivias Blasco
su libro ¡Agua va! La higiene urbana en Madrid (1561-1761), que “era
costumbre de los vecinos arrojara la calle por puertas y ventanas las aguas
inmundas y fecales, así como los desperdicios y basuras”. El continuo aumento
de población en la villa después del esblecimiento de la corte de Fernando V a
inicios del siglo XVIII gravó los problemas sanitarios, que la suciedad se
acumulaba, pidiendo el tránsito de los caos que recogían la basura con
dificultad por las calles principales
• En verano,
los residuos se secaban y mezclaban con la arena del pavimento; en invierno,
las lluvias levantaban los empedrados, diluían los desperdicios convirtiendo
las calles en lodazales y arrastraban los residuos blandos los sumideros que
desembocaban en el Manzanares, destino final de todos los desechos humanos y
animales. Y si las ciudades estaban sucias, las personas no estaban mucho
mejor. La higiene corporal también retrocedió a partir del Renacimiento debido
a una percepción más puritana del cuerpo, que se consideraba tabú, y a la
aparición de enfermedades como la sífilis o la peste, que se propagaban sin que
ningún científico pudiera explicar la causa.
Los médicos
del siglo XVI creían que el agua, sobre todo caliente, debilitaba los órganos y
dejaba el cuerpo expuesto a los aires malsanos, y que si penetraba a través de
los poros podía transmitir todo tipo de males. Incluso empezó a difundirse la
idea de que una capa de suciedad protegía contra las enfermedades y que, por lo
tanto, el aseo personal debía realizarse “en seco”, sólo con una toalla limpia
para frotar las partes visibles del organismo. Un texto difundido en Basilea en
el siglo XVII recomendaba que “los niños se limpiaran el rostro y los ojos con
un trapo blanco, lo que quita la mugre y deja a la tez y al color toda su
naturalidad. Lavarse con agua es perjudicial a la vista, provoca males de
dientes y catarros, empalidece el rostro y lo hace más sensible al frío en
invierno y a la resecación en verano
• Un artefacto de alto riesgo llamado bañera
Según el francés Georges Vigarello, autor de Lo limpio y lo sucio, un
interesante estudio sobre la higiene del cuerno en Europa, el rechazo al agua
llegaba a los más altos estratos sociales. En tiempos de Luis
XIV, las damas más entusiastas del aseo se bañaban como mucho dos
veces al año, y el propio rey sólo lo hacía por prescripción médica y con las
debidas precauciones, como demuestra este relato de uno de sus médicos
privados: “Hice preparar el baño, el rey entró en él a las 10 y durante el
resto de la jornada se sintió pesado, con un dolor sordo de cabeza, lo que
nunca le había ocurrido... No quise insistir en el baño, habiendo observado
suficientes circunstancias desfavorables para hacer que el rey lo abandonase”.
Con el cuerno prisionero de sus miserias, la higiene se trasladó a la ropa,
cuanto más blanca mejor. Los ricos se “lavaban” cambiándose con frecuencia de
camisa, que supuestamente absorbía la suciedad corporal.
El dramaturgo francés del siglo XVII Paul Scarron describía en su Roman
comique una escena de aseo personal en la cual el protagonista sólo usa el
agua para enjuagarse la boca. Eso sí, su criado le trae “la más bella ropa
blanca del mundo, perfectamente lavada y perfumada”. Claro que la procesión iba
por dentro, porque incluso quienes se cambiaban mucho de camisa sólo se mudaban
de ropa interior —si es que la llevaban— una vez al mes.
• Aires ilustrados para terminar con los malos olores
• Aires ilustrados para terminar con los malos olores
Tanta suciedad no podía durar mucho tiempo más y cuando los desagradables
olores amenazaban con arruinar la civilización occidental, llegaron los avances
científicos y las ideas ilustradas del siglo XVIII para ventilar la vida de los
europeos. Poco a poco volvieron a instalarse letrinas colectivas en las casas y
se prohibió desechar los excrementos por la ventana, al tiempo que se
aconsejaba a los habitantes de las ciudades que aflojasen la basura en los
espacios asignados para eso. En 1774, el sueco Karl Wilhehm Scheele descubrió
el cloro, sustancia que combinada con agua blanqueaba los objetos y mezclada
con una solución de sodio era un eficaz desinfectante. Así nació la lavandina,
en aquel momento un gran paso para la humanidad.
• Tuberías y retretes: la revolución higiénica
• Tuberías y retretes: la revolución higiénica
En el siglo XIX, el desarrollo del urbanismo permitió la creación de
mecanismos para eliminar las aguas residuales en todas las nuevas
construcciones. Al tiempo que las tuberías y los retretes ingleses (WC) se
extendían por toda Europa, se organizaban las primeras exposiciones y
conferencias sobre higiene. A medida que se descubrían nuevas bacterias y su
papel clave en las infecciones —peste, cólera, tifus, fiebre amarilla—, se
asumía que era posible protegerse de ellas con medidas tan simples como lavarse
las manos y practicar el aseo diario con agua y jabón. En 1847, el médico
húngaro Ignacio Semmelweis determinó el origen infeccioso de la fiebre
puerperal después del parto y comprobó que las medidas de higiene reducían la
mortalidad. En 1869, el escocés Joseph Lister, basándose en los
trabajos de Pasteur, usó por primera vez la antisepsia en cirugía. Con tantas
pruebas en la mano ya ningún médico se atrevió a decir que bañarse era malo
para la salud.
Revista Muy Interesante Nro.226- Que Sucio Éramos Luis Otero-
PARA SABER MÁS: Lo limpio y lo sucio. La higiene del cuerpo desde la Edad Media. Georgs Vtgatello. Ed. Altaya. 997.
PARA SABER MÁS: Lo limpio y lo sucio. La higiene del cuerpo desde la Edad Media. Georgs Vtgatello. Ed. Altaya. 997.
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